sábado, 16 de agosto de 2008

El cuerpo en el Olimpo de la ciencia.




En las madrugadas corremos, saltamos, nadamos, todo a la perfección. Con la ciencia a disposición, todo lo hacemos mejor. Drogas para ir más rápido, para ser más fuertes, nos vamos convirtiendo en superhombres sin aparentes enemigos. Y por las mañanas, como en una gran metamorfosis volvemos a encorvarnos, a sentirnos pesados, a caminar lento, inseguros y frágiles.
El deporte se nos impone en cada charla, y mientras algunos cuerpos “privilegiados” derrochan energías en las olimpíadas, otros quedamos sujetos a mirarlos por un aparato que nos hace creer que somos parte. Nuestros cuerpos adormecidos admiran aquellos en movimiento. Esa gran parafernalia de luces, fuegos artificiales y sonidos nos encandila por las noches y nos quita el sueño. Millones de humanos adorando una antorcha con fuego.
Así la ciencia parecería haber vencido, y aunque se encuentre en el podio, en esa festividad del anabólico, por suerte, no puede borrar nuestro cuerpo. Llevados al extremo, las extremidades se deforman convirtiendo a esos “atletas” en nuevas especies con una aparente evolución. Pero no lo entienden, no lo entendieron nunca, se olvidaron de que son JUEGOS olímpicos y que, nuevamente, por suerte están nuestros cuerpos. Y entonces allí donde se debería ver la perfección, por debajo vemos otras cosas, cuerpos que sufren. Pesistas con rodillas rotas, lanzadores de martillo con esguinces en sus muñecas, futbolistas con desgarros en sus muslos, entre otras especialidades. Y aunque intenten taparlos con vendajes o drogas calmantes, allí esta nuestro glorioso cuerpo. Claramente, no todo lo que brilla es oro.